Y en esa pequeña comarca, existía la princesa más hermosa de todas, ella era como el cielo pintado de ocaso… inimaginable al gusto de la gente; siempre con su sonrisa radiante levantaba las rosas marchitas; más que una princesa era una diosa,... la misma de los corazones de todos los hombres. La princesa no tenía nombre, o por lo menos todos en ese pequeño condado sabían que cuando hablaban de ELLA, sin duda era la admirable princesa. Sus ojos brillaban aunque fuera la noche más oscura, con ellos hablaba el idioma de la dulzura. Su voz era la sinfonía más esplendida sobre la faz de la tierra; ninguna otra era siquiera comparable con la suya. Su cara esbelta, bien parecida, con su porte elegante le daba el toque necesario para que los niños cayeran a sus pies, hipnotizados por una magia extraña. Sus manos, suaves como el algodón de su almohada desintegraban todo lo que a su paso encontraban. Su fragancia indescriptible, siempre fue el ingrediente esencial para contaminar el ambiente de amor y afección. Todo era víctima de ese encanto, los pájaros, las flores, los niños, las madres y hasta el vagabundo de la esquina que no volvía asomar su sonrisa, hasta que sus ojos no supieran de ella.
Ella, siempre se sintió alagada frente a la gente. Vivía en un hermoso pueblo donde todo era perfecto a sus ojos, no necesitaba más; o por lo menos eso hacía creer.
Pero ella, como cualquier otra mujer, siempre fue vulnerable, siempre quiso sentir, siempre quiso vivir lo que los hombres vivían a su alrededor, en su presencia. Siempre esperó el amor, como todas. Pero lo que la divina mujer no entendía, era que ella… como ninguna, no necesitaba del cariño. La razón siempre fue única, ella era EL AMOR de los hombres.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario